El
Otoño de 1917 fue uno de los más fríos todavía recordados en Soria. Los cuatro
muchachos apenas se sentían las yemas de los dedos mientras desfilaban entre
las sombras de la noche de Todos los Santos. Sus ropajes eran de lino y sus pieles
demasiado poco curtidas para resistir tal frío otoñal. El ambiente del cementerio de la colina estaba
embriagado por un frío sepulcral, las ramas de los arboles chirriaban a modo de
bienvenida, los pasos de los cuatro muchachos se tornaban cada vez más huecos.
Un olor a rancio, vejez, pérdida, rezumaba a su alrededor.
Tal
osadía se debía a la tonta habladuría de que el cementerio de la colina
permanecía custodiado por las meras figuras vacías de los allí encarcelados
bajo toneladas de húmeda tierra inerte y por el bocazas de Marcos, quien
aseguró días antes, pasar una noche en ése pedazo de tierra olvidado de la mano
del Señor. Ninguno de los cuatro se había creído tales historias, puesto que
ellos eran mucho más racionales para creerse lo que charlatanes sin fundamentos
predicaban.
Sin
embargo, Iván, el benjamín de todos ellos, tiritaba de miedo a cada paso que
daba. Temía que todas las historias de miedo que había leído durante sus tardes
de verano, antes de que comenzara el curso, cobraran vida. Siempre le habían
atemorizado dichas criaturas capturadas por la pluma de grandes escritores, a
los cuales idolatraba, cuyo recuerdo se hacía presencia en las peores
pesadillas de sus largas noches invernales.
Anabel,
una muchacha de dorados cabellos largos y ojos cristalinos, descolocaba uno de
los barrotes de la verja de entrada cuyo metal se había oxidado al olvido del
viento de los años. Iván tragó saliva al oír el lamento del metal al ser
cambiado de posición. Anabel volteó, impacientada por saber qué escondía aquel
lugar en la noche más siniestra del año.
-Ya
no podemos volver, amigos- sucumbió a comentar la muchacha.
Marcos
se hizo paso entre ellos, cruzando el umbral, olvidando rezagada a su hermana
pequeña quien estaba completamente asustada. Ambos, los más mayores,
prosiguieron su caminar hasta adelantarse más de diez pasos. A Iván no le
importó a pesar de no querer quedarse completamente sólo. Miró a la hermana de
Marcos, la cual siempre le había parecido simpática, aunque no hubieran
intercambiado muchas palabras con anterioridad. En cierta manera, pensó, eran
muy iguales, pues ambos siempre estaban metidos en líos por culpa de las
aventuras de sus hermanos. Iván opinaba que Clara era bastante guapa pero que
nadie se percataría de ello, sólo aquel que pasara muchas horas a su lado. Él
las había pasado, incluso más en el último verano, pero casi nunca habían
hablado puesto que sus tardes siempre parecían suspender entre diálogos
provenientes de sus hermanos. La observó con detenimiento. La camisa enmarañada
colgaba de sus hombros, sin apenas contornear su figura, bastante sucia; la
falda oscura con el escudo de Santa Trinidad, el internado en el que
estudiaban, para nada quedaba atractiva en su cintura. La visión de ella le
hizo sentir pena por un instante, para después darse cuenta que él debería dar
la sensación de estar igual. Ambos temblaban de terror mientras que sus
hermanos eran los valientes; siempre en segundo plano, siempre rezagados en
segunda posición, siempre bajo el ojo de aquellos quienes esperaban algo
diferente, algo mayor, de lo que eran en realidad.
Se
acercó, no muy seguro de lo que hacía. Nunca fue muy echado para adelante,
nunca muy hablador. Sus mejores amigos habían sido los libros; ellos y sus
misteriosas historias que le hacían escapar de su realidad- Si tienes miedo,
puedes…ehm, cogerme de la mano.
Clara
fijó sus acaramelados ojos en los de aquel muchacho, y titubeante, la agarró.
Iván sintió electrizante su contacto, como si traspasara a través de ella
aquella magia extraña que narraban sus libros. Se preguntó el porqué de esa
sensación, no obstante, decidió no darle mucha importancia.
Desfilando
entre las añejas losas de mármol, alzados ángeles posados, pasadizos al más
allá inmediato, sintió como algo oscuro se cernía sobre ellos. Un aullido se
oyó a lo lejos, el repiqueteo de las campanas de la capilla, que escondía el
bosque en el que estaba situado el cementerio, resonaron entre la paz de la
noche. La piel de Iván se erizó, Clara zafó completamente su brazo con el
tun-tun de su corazón cada vez más frenético. Siguieron caminando, tratando de
ignorar que algo parecía torcerse y que habían perdido por completo la pista a
sus hermanos. El cementerio asemejaba ser más grande y mucho más laberíntico de
lo que ellos habían pensado en un principio. Iván leyó las inscripciones de las
lápidas; perpetuas palabras amables para terribles legados. Si de algo estaba
seguro es que sólo hacía falta morir para que hablasen bien de ti, aunque el
dueño de este epígrafe hubiese sido uno de los mayores canallas de la historia.
-Nunca
debí aceptar venir aquí- ahogó Clara.
-Opino
lo mismo pero ya estamos aquí- pronunció su garganta-. Debemos encontrar a
Anabel y Marcos.
Después
de largo rato caminando, se dieron por vencidos. No los encontraban por ningún
sitio y no creyeron que el cementerio fuese tan grande. Sin embargo, cuando
menos buscas una cosa, más pronto la encuentras. Llegaron a una de las zonas
más periféricas del cementerio; sólo el rumor de las hojas de los árboles se
escuchaba y el frío era más penetrante. Ambos se miraron, capturando el calor
que sus miradas otorgaban. Iván se fijó que los labios de Clara estaban
tintados de morado por el frío y que su amiga alcanzaría una hipotermia en
cualquier momento. Se dejaron de prestar atención durante un segundo cuando
vislumbraron el peor de los escenarios. Sus bocas se rasgaban en horror, casi
gritando pero sin emitir sonido. Sus ojos eran meras cuencas vacías sin globos
oculares, sin pupilas, sin luz; sólo pozos negros ensangrentados. Anabel y
Marcos empalados en el centro de un círculo franqueado por varias estatuas de
ángeles alados prohibiendo el paso con sus grandes oscuras alas. Sus rostros
encogidos en terror, empergaminados con las lenguas manchadas de tinta negra.
El estridente murmullo de las cuerdas de un violín rezumaron una melodía lenta,
bajo niveles fónicos perfectamente perceptibles, adivinando las peores
circunstancias posibles.
Las
piernas de Clara flaquearon, el tiempo dejó de latir e Iván sintió que le
faltaba el aire. Cerró un lapso los ojos para tratar de despertar. Debía ser un
sueño. Debía serlo, pensó. Pero no lo era. El abrazo del frío impregnaba cada
vez más la noche, la escarcha se acoplaba como manto sobre la hierba y la
hojarasca.
-Iván,
tengo miedo- musitó Clara, al borde del llanto-. Nuestros hermanos…
-Debe
ser un sueño, Clara. Esto no puede estar sucediendo- interrumpió, asiendo con
más fuerza la delgada mano de la chica.
Antes
de que pudieran acercarse, una nube de polvo ambarino surgió de la nada y miles
de mariposas negras se fueron desprendiendo de los cuerpos sin vida de sus
hermanos. Ellos eran el polvo, las mariposas su recuerdo. Una figura hecha de
estas negras musas se alzó ante los ojos de Iván. Una criatura venida de sus
peores pesadillas. La reconoció. Era esa extraña figura que surgía de vez en
cuando entre las líneas de sus sueños. Esa criatura que se había quedado en
segundo plano pero que ahora había cobrado protagonismo. Iván miró lo que
intentaban ser unos ojos: pozos rebosantes de un líquido viscoso que parecía
vibrar. Se vio a sí mismo en ella. La criatura pareció hablarle, o por lo menos
lo intentó. No se oyó absolutamente nada. Volvió a tratar pero esta vez tampoco
se escuchó emerger ningún sonido de unos labios inexistentes. Entonces, de la
nada, un chillido agudo, parecido al chirriar de una cafetera a presión
mezclado con una puerta sin suficiente aceite, surgió. Clara e Iván esperaron
lo peor. La figura de aquella dama con andrajos se irguió en un susurro
ancestral precipitándose sobre sus dos cuerpos. Dolió, tanto que escocía.
Abrazó a Clara con mucha fuerza. No podía perderla. Las alas de esos voladores
bichos, eran afiladas y rasgaban su piel con voracidad. El petulante ambiente
en los que se sentían encapsulados mientras Clara gritaba de dolor y su
garganta no osaba decir nada, le hizo sentirse sólo en el mundo. Sólo, muy
sólo. Miedo, mucho miedo. Miedo a perderla, miedo a no ser capaz de vencer su
propia fantasía. ¿Hasta qué punto podía llegar a ser real? Entendió que no era
una pesadilla, entendió que no era mentira, lo estaba viviendo. Estaba viviendo
el aspecto físico de todas sus inseguridades. Estaba viviendo todo lo que
pretender ser lo que no era le había ido haciendo mella en su propia persona.
Reconoció los ruidos que hacían el revolotear de las mariposas como el sonido
de las fechorías, los reproches, las palabras críticas, las recriminaciones que
alguna vez había escuchado de la boca de sus más acercados familiares o de sus
padres. Olió el fétido olor de las mentiras, de las envidias, de las lágrimas
encharcadas que había llorado por las noches. Esa criatura no era un ente
maligno como el que narraban sus cuentos; esa criatura era la acumulación
exacta de todas sus vivencias desde la parte oscura que no todo el mundo es
capaz de ver. Llegó a un punto que ni los cortes dolieron pues comprendió que
sólo eran las magulladuras que quedaron de todo lo que había guardado en su
memoria.
Clara
levantó la vista como pudo, tratando de que no dañaran sus ojos. Pero las alas
de aquellos fatídicos compañeros rasgaron sus córneas acarameladas y la luz
para ella dejó de existir.
-¡Lo
siento, Clara! ¡Lo siento!- gritó de impotencia Iván, sollozando. ¿Cómo había
dejado que aquello sucediera?
-Yo
también lo siento- murmuró, e inmediatamente Iván sabía a qué se refería.
Entendía lo que aquello era, lo que estaba sucediendo. Volvió a envolverla; si
alguien era el culpable allí era él y no quería que Clara saliera más herida
por su culpa.
Jamás
se volvió a hablar una palabra de aquella noche. Jamás Clara pudo decir nada
pues sus cuerdas vocales parecieron desfallecer a partir de ese extraño día e
Iván nunca explicaría el monstruo que su propia imaginación-que él- había
creado. Nunca explicaría que él era capaz de sobrepasar los límites de la
irrealidad.
Jamás
volvieron a escuchar el revoleteo de una alada mariposa.
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